La ilustrada 'Ciudad Luz', la París del siglo XVIII, apestaba

Abel Fernando Martínez Martín | 15/08/2023 - 16:51 | Compartir:

El Perfume, historia de un asesino, es la primera novela del escritor alemán Patrick Süskind, obra publicada en 1985 y traducida a 46 idiomas, con millones de ejemplares vendidos; novela que se desarrolla en la Francia del ilustrado siglo XVIII. El Perfume describe cómo seguía reinando en las ciudades europeas, por los siglos de los siglos, un hedor nauseabundo, un insoportable aroma que hoy es inconcebible para el higiénico hombre moderno, lleno de antisépticos, ambientadores y desodorantes. La Ciudad Luz, la París del siglo XVIII, iluminada por la ilustración, realmente apestaba. 

La ilustrada 'Ciudad Luz', la París del siglo XVIII, apestaba
La mayoría de las ediciones, realizadas a lo largo y ancho del mundo, de la conocida novela El Perfume, opera prima del escritor alemán Patrick Süskind, muestran en la portada (izquierda) la misma imagen, se trata de un detalle de la pintura al óleo Ninfa y Sátiro, también conocida como Júpiter y Antíope (derecha) que fue realizada por el pintor rococó francés Jean-Antoine Watteau (1684-1721), en el ilustrado siglo XVIII, en el que se desarrolla la novela de Patrick Süskind. 
La excepción a la regla la constituye la edición de bolsillo que fue realizada en los Estados Unidos, un país puritano, en el que está prohibido por ley representar el pezón de una mujer.

Esta es la magistral descripción que hace el escritor Patrick Süskind sobre "el evanescente reino de los olores", cuando en el año 1738, en el lugar más putrefacto de todo París, nace el protagonista de El Perfume, Jean-Baptiste Grenouille, "uno de los hombres más geniales y abominables de su época", que llega a éste entre los desechos de pescado del puesto que atendía su madre, una mujer joven de cerca de 25 años, que sería decapitada por el infanticidio de sus anteriores hijos, dejando al recién nacido Jean-Baptiste Grenouille, quien tiene el sentido del olfato mucho más desarrollado que sus congéneres, aunque carece de olor propio, huérfano:  

"En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada".

Sostenía el historiador francés Alain Corbin el pensamiento aerista, que tenía la convicción de que el contagio de las enfermedades era producido por el aire. Thomas Sydenham afirmaba, un siglo antes, que los agentes patógenos eran "partículas arrastradas por el viento". Por lo anterior, los ilustrados neohipocráticos del siglo XVIII bosquejan en este periodo las definiciones de lo sano y de lo malsano, y se ordenan las normas sobre lo salubre y lo insalubre. 

Ser coherentes con ese pensamiento es la permanente preocupación de los higienistas del ilustrado siglo XVIII: airear, ventilar y estimular la circulación del aire en los lugares cerrados, como los hospitales, alejándolos del centro urbano, así como también lo hicieron con los cementerios. 

Continuemos con el relato del alemán Patrick Süskind:

“Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. 
Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. 
El campesino apestaba como el clérigo; el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de la vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor… Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia”. 

Para los médicos ilustrados del siglo XVIII, la enfermedad era causada por el aire impuro que circulaba en el ambiente lleno de pútridos e infecciosos miasmas que el viento dispersaba por el malsano espacio urbano, que hedía, que apestaba.

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Abel Fernando Martínez Martín

Doctor en Medicina y Cirugía, magíster y doctor en Historia.
Grupo de investigación Historia de la Salud en Boyacá- Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC).

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