Con hechos el país ha validado más la muerte que la vida, por ende, la salud es algo secundario

Mauricio Corredor Rodríguez | 21/06/2021 - 08:48 | Compartir:

En pocas horas llegaremos a más de 100 mil muertes por el coronavirus. Sin duda es la tragedia más grande del país asociada a una enfermedad o patógeno y ha ocurrido en 15 meses, dado que el primer deceso fue el 21 de marzo del 2020. Aun así, si comparamos tragedias, diremos que Armero seguirá siendo la desventura nacional más grande en un solo día o, mejor, en una horrible noche; la que se hubiese podido evitar. Pero sin duda la tragedia nacional mayor es nuestra guerra, para unos, o el conflicto, para otros, que ha dejado, desde el Bogotazo a la fecha, por el orden de más de un millón muertes violentas, todas ellas por armas. Llámelo como quiera, guerra o conflicto, son miles de víctimas violentas en más o menos 72 años. Homicidios, masacres, bombardeos, fusilados, torturado, etc., eso no suena a salvar vidas como en un hospital, ¿cierto? Una guerra fratricida desde el Frente Nacional que ha sacrificado nuestros propios oriundos. No es una guerra con algún vecino o invasor, es una contra nosotros mismos. Y es el conflicto civil más largo del siglo XX y sin descanso continúa 21 años más en el siglo XXI. Miles y miles de muertos, desde niños a ancianos, han sido las victimas a veces sin tener ni vínculo ni culpa generalmente. Pues sí, ¿qué son 100.000 muertos por la pandemia para un país donde la muerte se nos volvió una costumbre más?

Como cincuenta muertos por protestas no hace más de un mes, más de 6000 fusilados desarmados llamados dizque “falsos positivos”, más de 400 líderes sociales asesinados en los últimos años y miles de masacres en 72 años, víctimas de los tantos bandos. Eso no suena a ser un país feliz y menos que la vida sea su principal patrimonio. Hay una constante en la pandemia, Armero y nuestra guerra o conflicto, y es que en todas ellas ha habido un porcentaje de descuido humano. Sin embargo, en la única que se puede culpar totalmente al ser humano local es en la de la guerra o conflicto. Llámelo como quiera, los números de muertos no se borrarán y menos porque un político diga que la matanza de las bananeras no existió. En el extranjero tienen mejores datos que los que nosotros aceptamos. Recuerdo cuando vivía en Cali unos internos del hospital departamental del Valle me comentaban que por esa época habían llegado unos médicos europeos a estudiar traumas por balas, ya que en su país no había esa clase de problemas y que en Colombia había tanto material que era un excelente terreno. Somos un terreno para estudiar la muerte, diríase.

Colombia es un país que solo sabe resolver sus problemas con la muerte y no con la participación de la vida. Ya en ausencia de vida, ¿tiene algún sentido hablar de salud en medio de la muerte? Un director de un hospital de Antioquia a lo mejor dirá que sí. Aunque me permito contradecir a este director. Se me viene a la cabeza, por ejemplo, que uno de los siete principios de la Cruz Roja ha sido sanar al herido sin importar bandos (imparcialidad, humanidad, neutralidad, entre otros). No se recuerda que los miembros de tal institución vayan al terreno a ver quiénes son "buenos vivos" y quienes son “buenos muertos". En ese caso, tales miembros serían una máquina de muerte que trabaja para un bando y no por la vida. Un funcionario de un hospital que piense así no tiene necesidad de dar excusas públicas, pues en su afirmación hay pérdida total de pudor, su ética dialéctica está basada en decidir quienes deben morir y quienes deben vivir y no en si ese moribundo se puede salvar. Es claro que tal funcionario de la salud en ese caso tristemente toma partido o bando, y la vida pasa a segundo lugar. Uno puede engañar a la opinión pública, pero lo que dice el subconsciente jamás.

¿A qué número llegaremos de sacrificados por el coronavirus? Me imagino que en diciembre a 150.000, si la vacuna no logra su cometido. Pero el número es casi intrascendente para muchos en nuestra sociedad. Cientos de niños en veredas, pueblos y barrios pobres de las ciudades han visto la muerte en sus calles, esa ha sido su escuela y la muerte es una costumbre para ellos, como tomar una gaseosa en la tienda del barrio. Como el coronavirus, esa violencia ataca a toda clase social; incluso los bandos contrarios dan de baja a candidatos, en época de elecciones populares, a fin de acomodar intereses personales. Sin excepción, hasta las clases sociales más pudientes han visto cómo sus familiares son eliminados a sangre y fuego, sin el menor dolor o remordimiento por sus "ajusticiadores". Hablar de felicidad en medio de semejante desangre es ser impúdico.

Siempre se me quedará en la memoria cómo murió un miembro del Ejército en una zona de violencia del país, a quien lo acompañaba un reportero francés. No pude evitar las lágrimas al verlo morir así. Las balas venían del bosque alcanzando al soldado, propinándole la muerte inmediata producto de la brutal guerra civil. El reportero herido permanecía a su lado sobreviviente, como testigo de una carnicería sin sentido. Jamás olvidaré tampoco, de cuando estudiaba en la Universidad Nacional, las publicaciones fotográficas sin ética de la prensa nacional, al mostrar los cuerpos de guerrilleros abatidos que eran levantados desde helicópteros militares y que se transportaban colgados por el aire llevados así hasta guarniciones, cual pedazo de carne de matadero. ¡Qué inhumanidad! Ambos hechos demuestran que por el cuerpo y la vida no hay el mínimo respeto humano en un país como el nuestro. Testigo en carne propia de ello es la periodista Jineth Bedoya, que llevó a una de las tantas condenas contra el Estado colombiano por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Quizás para olvidar todo lo triste y no hablar de muerte, podría intentar de manera interesada hablar de la mucoromicosis y del coronavirus, de las nuevas y posibles mutantes que ya rondan por el país, de los nuevos medicamentos que no nos llegarán este año contra el coronavirus y así sucesivamente, y hasta mencionar con entusiasmo que el Obamacare se salvó. Eso parece intrascendente en un país en el que su guerra o conflicto interno le sacrificó toda su intelectualidad. Sí, continuaría también con la cantaleta de que el foco mundial del coronavirus ya es Suramérica y lo ostentan Colombia, Brasil y Argentina. Sí, sería muy interesante sobre todo contribuir para tomar soluciones en conjunto, apoyar a la mejora, liberar embotellamientos mentales o económicos y tantas cosas buenas que un ser vivo puede realizar. Pero mientras un médico gasta todo su esfuerzo por salvar la vida de su paciente, un director de hospital, un vándalo, un violento armado o un miembro de las fuerzas del Estado, en un segundo, sin pensarlo, decide sobre la vida de un manifestante o de un policía. Al hospital llegarán ambos y si nuestra ética social de clase o bando ya está juzgando, se puede presumir cuál será el desenlace.

¿Para qué hablar de que la ciencia es necesaria para la salud, si en Colombia la formación científica no se proyecta hacia el mundo?, porque es ahí donde se juega. La ciencia es un asunto mundial y no soy yo autoridad para hacerlo valer. Los científicos nacionales navegamos en convencer al Estado de validarla infructuosamente como patrimonio (inversión, acción), como si nuestro papel fuese exclusivamente ese y el país sigue en el “Filo de la Oportunidad” sin cortar ni afilar nada en ciencia y educación, como lo escribieron los científicos e intelectuales hace ya 25 años (Patarroyo, García Márquez, Restrepo, entre otros, 1996). Un artículo en Nature no hace verano y tal producto en un país sin intelectualidad es como generar información para guardar y no trascender jamás. Nuestro país producía vacunas en una época en que no había ni siquiera internet y tenía un instituto de asuntos nucleares sin que existiera aún el CERN. Pero la carrera armamentista, el narcotráfico y la irracionalidad nacional se apoderaron del país sobreponiendo intereses particulares. En las últimas tres décadas nuestro país privilegió la formación técnica sobre la formación intelectual, desvirtuando la cátedra libre universitaria, tanto así, que incluso ciertos personajes de algunos partidos nos acusan a los profesores universitarios de que somos lavadores de cerebros. Ojalá tuviésemos tanta capacidad como la tienen ellos para comprar votos con pocos pesos y sin una sola palabra para seguir entronizados en el poder.

Nuestros intelectuales ya hoy son historia, reemplazados por charlatanes que nunca escriben o investigan nada trascendente, solo ostentan armas o poder desde el narcotráfico hasta los altos cargos dignatarios repartidos por partidismos, aparentando como nuestros prohombres letrados o pseudocientíficos en una nación del ostracismo intelectual ¿Cómo comparar estos personajes de ahora -que solo hablan de retórica económica- en medio de la corrupción, con intelectuales como Jorge Gaitán Duran, León de Greiff, Fernando González, Porfirio Barba-Jacob, Jota Mario Arbeláez, Darío Jaramillo, Mario Rivero, María Cano, Gonzalo Arango, Álvaro Mutis, María Mercedes Carranza, Alberto Aguirre y Andrés Caicedo, por citar una pléyade de intelectuales entre los años cincuenta y los setentas? Estos tremendos intelectuales eran de formación sin tacha y, en su época, a los bipartidismos idealistas les quedó muy difícil taladrarles el cerebro con puestos, títulos o corrupción. Para ellos lo político era secundario y lo ético era lo primordial, dicho incluso por Gaitán Duran. Eran el alma de la Nación y eran necesarios, para muchos, o tolerables para otros, a pesar de ser en esa época una sociedad tradicionalista y poco tecnológica. En esos años pensar no era lavar neuronas.

Siempre recordaré al padre Carlos Alberto en el barrio Corazón de Medellín cuando, con esperanza y sin un peso en el bolsillo, trabajamos por la salud y el bienestar de la gente más pobre de la ciudad. Fue África la que valoró su vida y su muerte y no Colombia, a la que se lo robó el Plasmodium. Recuerdo que Carlos daba clases de ética médica en medicina. En la misma Universidad privada, por esa misma época, el padre Sergio muy amigo de Carlos dirigía la carrera de Sociología de esa pontifica universidad privada que luego la clausuró para evitar, quizás, el pensamiento libre o la teología de la liberación, excusándose en los escándalos de unos alumnos, entre ellos un tal Héctor Abad Faciolince, quienes causaron revuelo al poner en tela de juicio la sexualidad del Papa. Unos años más tarde, el padre de este alumno crítico, el médico Héctor Abad Gómez, moría por las balas fundamentalistas. Una de sus hijas, que llegó a ser médica, años más tarde, rescata una bella palabra de un libro de su padre, reeditado por la Universidad de Antioquia, palabra que, según ella, ya este país olvidó: salubrista (Fundamentos éticos de la salud pública, Abad Gómez, 1987). Sanar es otra palabra muy bella que al parecer no existe en una sociedad que solo cura con balas. Una sociedad que piensa que sus jóvenes No nacieron pa’semilla (Salazar, 2002), como Rodrígo_s D_s. no futuro (Gaviria 1990) y "que siembra para florecer muertos" (bambuco santandereano ganador del Mono Núñez). En ese "olvido que seremos" (Abad Faciolince, 2012), estarán los del coronavirus, los de Armero, los falsos positivos o los incontables en estos 72 años de historia. Es una sociedad que piensa que la muerte es más importante que la vida, por tanto, la salud es un asunto secundario o de bolsillo. 

Con hechos el país ha validado más la muerte que la vida, por ende, la salud es algo secundario
Cual paisaje fotográfico impresionista vista real de un país en ruinas en las calles de Armero. Ricos y pobres pagaron caro la falta de tino de un Estado distraído.

 

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Mauricio Corredor Rodríguez
Biólogo de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá; magíster en Ingeniería enzimática, bioconversión, microbiología, Universidad de Tecnología de Compiègne, Francia; PhD en Genética Molecular de la Universidad de París XI - Sud, Francia; postdoctorado en Biología Molecular de la Universidad de Montreal, Canadá; líder del grupo de investigación en Genética y Bioquímica de Microorganismos, GEBIOMIC-UdeA. Profesor de planta del Instituto de Biología de la Universidad de Antioquia, Medellín.

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