El 11 de septiembre de 1629, día de San Mateo, el primer evangelista, la populosa ciudad de México, capital del virreinato de la Nueva España, que a la llegada de los españoles se denominaba México-Tenochtitlan, una urbe lacustre, de las más grandes del mundo antiguo, con 300.000 habitantes, amaneció, por tanta lluvia, sumergida bajo dos metros de agua. Sus más de 68 edificaciones religiosas, el Palacio Virreinal, la Universidad, la Alameda y la casa de La Moneda amanecieron anegadas, solo un pedazo de la plaza mayor se había salvado de aquel diluvio y fue renombrada por los habitantes de la ciudad como la isla de los perros, por la cantidad de caninos que terminaron allí refugiados tras la desastrosa inundación.
Miles de mexicanos murieron ahogados o sepultados, por las edificaciones que se derrumbaron por las inundaciones, y otros miles tuvieron que emigrar a ciudades vecinas, pues lo habían perdido todo por las torrenciales lluvias. La capital virreinal nunca había visto una inundación de esta magnitud, que trajo el desabastecimiento de la ciudad, la hambruna y los brotes epidémicos. Tan desesperante fue la situación que se pensó en trasladar la ciudad a otro lugar menos inundable.
No era la primera vez que la ciudad virreinal era víctima de las inundaciones, que también sucedieron en el siglo XVI en 1555 y 1580 y en el XVII ya había sucedido en 1607. La historia registra nuevas inundaciones tras la de 1629, en los siglos XVIII, en 1707 y en 1714, y en el siglo XIX, cuando todavía persistía el entorno lacustre de la ciudad, en 1806, cuando se tomó la decisión de desecar la cuenca lacustre del Valle de México, mediante la construcción de un canal de desagüe y un tajo, para drenar y darle salida a las aguas por el río Tula.
El cosmógrafo Enrico Martínez, testigo y actor relevante en el proceso de drenaje de la ciudad, nos deja un valioso testimonio sobre sus efectos:
"Mientras las lluvias arreciaban el 11 de septiembre, día de San Mateo, cayó un aguacero tan espantoso que duró treinta y seis horas seguidas. La ciudad se inundó completamente… los conventos fueron abandonados, las iglesias se cerraron, el comercio se paralizó y las principales familias huyeron a Puebla… De veinte mil familias de españoles, no quedaban más de cuatrocientas en la ciudad inundada. Los demás habían huido hacia otras ciudades y villas a salvo de la catástrofe".
Y como en aquellos tiempos del barroco novohispano se creía que las inundaciones, así como las sequías, las pestes, las plagas o los terremotos, se debían al castigo divino por los pecados cometidos por los habitantes de la ciudad, se organizaron misas, plegarias, rogativas, novenas, rosarios y repiques de campanas, para implorar la clemencia divina por parte de los arrepentidos habitantes que habían sobrevivido, mientras los cadáveres de humanos y animales seguían flotando por las anegadas calles.
Se organizó una procesión en honor de San Gregorio, "patrón de las aguas", y el arzobispo de México mandó traer a la inundada ciudad la Virgen de Guadalupe, el 24 de septiembre, y la instaló en la catedral. Era la primera vez que la imagen taumatúrgica viajaba en canoa para llegar a la Ciudad de México, donde permaneció durante los cinco años que duró la ciudad inundada, hasta 1634 cuando el arzobispo ordenó su regreso a Tepeyac.
En octubre de 1629, el arzobispo de México se dirigió al rey de España, notificándole, en dos renglones, el terrible impacto de las inundaciones sobre los habitantes de ciudad de México, una de las mayores tragedias sufridas por la ciudad virreinal: "en menos de un mes habían perecido ahogados o entre las ruinas de las casas más de treinta mil personas y emigrado más de veinte mil familias".
Abel Fernando Martínez Martín
Doctor en Medicina y Cirugía, magíster y doctor en Historia.
Grupo de investigación Historia de la Salud en Boyacá- Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC).