La Epidemia, una crónica sobre la pandemia de gripa de 1918 en Bogotá

Abel Fernando Martínez Martín | 01/06/2020 - 08:28 | Compartir:

En la revista Cultura, publicada en Bogotá en el mes de noviembre del pandémico año de 1918, aparece una muy buena crónica sobre dos niños emboladores que viven en esta ciudad en plena pandemia de H1N1: la llamada Gripa Española, que causó 1.900 muertes en Bogotá, un poco más de 3.000 en Boyacá y, se calcula, que cerca de 50 millones de muertes en el mundo, más que las muertes causadas por todas las guerras del siglo XX, que no faltaron. Una mortalidad solo comparable a la registrada en la pandemia de la Peste Negra del siglo XIV.

La Epidemia, una crónica sobre la pandemia de gripa de 1918 en Bogotá
Portada de la revista Cromos del día 2 de noviembre de 1918, editada en Bogotá con el título "En manos del Microbio", se refiere el periodista al virus de la gripa, aunque no se conocían los virus hasta la aparición del microscopio electrónico en los años 30. En el pie de foto se lee: "Una visión macabra. Dos cadáveres tirados en la calle". La llamaban la muerte púrpura, la gente se ponía morada y caía, de repente, muerta en la calle. 

El artículo se titula La Epidemia y está firmado, en plena pandemia, por el político, abogado, escritor y periodista liberal boyacense Armando Solano (1887-1953); trata de dos niños emboladores y de la pandemia de gripa en Bogotá vista por un escritor paipano. Empieza el relato el editor de la revista Cultura, informándonos del pandémico momento sucedido hoy hace 102 años en Bogotá a causa de la gripa:

"La epidemia de gripa que en los últimos días azotó a Bogotá dio motivo en todas las clases sociales a un movimiento caritativo verdaderamente consolador. En pocos días la Junta de Socorros reunió, más de $ 35.000 en donaciones de dinero y más de $ 15.000 en artículos de primera necesidad para los enfermos. Numerosos grupos de señoras y caballeros recorrieron los barrios pobres repartiendo socorros a los desvalidos muchas veces conduciendo los enfermos a los hospitales que para asilarlos se instalaron en todos los barrios de la ciudad. Días de amarga tristeza y de dolor vivió Bogotá bajo la terrible epidemia, pero días también de hermosa abnegación de consoladora piedad. Como eco de esos días recogemos aquí una de las joyas de estilo y de emoción que Armando Solano publica diariamente en El Espectador…". 

Aquí empieza la crónica del escritor Armando Solano: 

"Eran dos emboladores, dos gamines, pobres y abandonados como casi todos los que alegran nuestras calles. Ninguno de ellos tenía padre, ni madre, ni hermanos. Una simpatía inexplicable los unió. No era el compañerismo tumultuoso y superficial del gremio, sino un amor hondo, acaso inspirado en su orfandad y en sus desgracias gemelas. Se asociaron para explotar en compañía el difícil arte de dar lustre, y el producto de sus cajones, diligentemente ahorrado, iba a llenar una alcancía común. Vivían juntos, comían juntos, y si las contingencias de su pequeño negocio los separaban en el día, volvían a reunirse, cariñosos y felices, cuando se encienden las lámparas eléctricas. Sentados en el quicio de una puerta contaban la ganancia del día, y se marchaban conversando y jugando, en busca de la cena y la posada. 

Pero llegó la epidemia, la epidemia asesina, y clavó sus garras en uno de los socios. Su compañero lo llevó al hospital, y desde ese día trágico no volvió a tener paz, ni a bromear con los camaradas. Vagaba por allí, cerca de la lúgubre casa de caridad, y no embolaba sino a los raros parroquianos que se presentaban en esas calles. El enfermito murió. 

Y este pobre muchacho que ha quedado huérfano una vez más y que sumido en un estupor sombrío no sabrá explicarse por qué Dios o la suerte se llevan a los seres en quienes él pone su modesto cariño, creyó morir también. Fue hasta el rancho del Paseo Bolívar, donde vivió dichoso con su amigo, donde aún se ven los hoyos que ambos hicieron para jugar a los botones, y donde yace, maltrecho, el cajón ahora inútil del muerto. Rompió con una piedra la cajita que encerraba sus economías, las economías de la sociedad, reunidas en más de cinco años y con esas monedas compró flores. Muchas, muchísimas flores, todas las que fueron necesarias para cubrir, para ocultar el cadáver del hermano del alma. Después hizo los gastos de un entierro decente, y no guardó para él ni un solo centavo. Como que le hubiera parecido sacrílego conservar algo de lo que, en los días felices, había sido amasado con el alegre esfuerzo de sus brazos fraternales."

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Abel Fernando Martínez Martín

Doctor en Medicina y Cirugía, magíster y doctor en Historia.
Grupo de investigación Historia de la Salud en Boyacá- Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC).

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